Nació en un caserío llanero, un varón al que su madre dio por nombre, Nicasio. El chamaco tenía los ojitos color café, el pelo indio y profundamente negro, unas orejitas redondeadas y la piel blanca como bañado en leche recién ordeñada. Era un perfecto espécimen del que no se sabe a qué raza de la humanidad atribuirle su presencia en el mundo, pero era un bebé de una extraña belleza, muy vivaz y que además comía mucho, más que un remordimiento. Su padre, el capataz Remigio, estaba orgulloso, hombre robusto, alto, de esos sabaneros que no le temen a nada ni nadie, con mando de cualquier general, como si todos los peones lo vieran como un sabio de aquella llanura.
La india DARÏKU
La madre de Nicasio tenía solo 17 años, había sido entregada a Remigio desde que asomaba los primeros signos de su exuberante anatomía de bella silueta y bonitos senos. La piel tersa y el cabello largo, lacio y teñido de noche natural, brillante al reflejarle la luna y coronado con un cintillo de flores que constantemente renovaba. Vestía siempre el tradicional vestido que se volaba con la brisa, sin nada más bajo esta prenda confeccionada a mano; sandalias tejidas por sus matriarcas de la aldea. DARÏKU (Flor, en Pemón) había salido de su tribu Pemón a temprana edad, a cambio de la protección de todo el clan de Remigio y su patrón, en una hermosa fiesta pueblerina donde dieron la bienvenida, al padre Nicodemo, el nuevo cura del pueblo.
El cura, la indiecita, y la confesión.
El joven sacerdote, recién había salido del seminario en Perú, lo habían mandado a aquella selva plagada de insectos y calor de verano, para hacer sus primeras experiencias al mando de una pequeña parroquia, para ganar feligreses en un pueblito olvidado por Dios y donde reinaban las creencias indígenas. Era un muchacho guapo, de cabello dorado y lentes pequeños para leer, los ojos marrones y grandes, un semblante de intelectual que jamás alguno hombre del pueblo había visto, ni en los políticos ni en los hacendados, mucho menos en los empresarios que iban a explotar las sabanas en busca de nuevos tesoros.
El cura vestía su sotana negra, pese al calor agobiante cotidiano, nunca faltaba un rosario en su mano y un misal en la otra. Poco salía de la capilla, pero todos lo conocían. DARÏKU se había aprendido muy bien el castellano, desde niña la familia de Remigio, Capataz de la hacienda más grande, la había estado enseñando, pero desde la llegada del Padre Nicodemo, la joven se había aferrado también a la enseñanza del catecismo, puesto que Remigio, hombre mucho mayor que ella, pero de fieles tradiciones, quería bautizar pronto al niño. DARÏKU iba entonces todas las tardes a la capilla, preparado el bautizo, delante de los presentes y al desvestir al pequeño para sumergirlo en el río, acabó la india diciendo que el Padre de la criatura es el padre de todo el pueblo. De allí el extraño lunar, que en la ingle Remigio no se explicaba.